Aunque no se mueva, aunque no hable, aunque no tenga a nadie alrededor, el lector se encuentra inmerso en una intensa conversación consigo mismo y con el texto que es su objeto de atención, y ese diálogo exige un movimiento intelectual considerable. De hecho, si no fuera por ese constante interrogarse e interrogar al texto, sin el concurso de lo que ya sabe, sin su intención por comprender -y, con frecuencia, por aprender-, aun cuando el lector tuviera un libro en sus manos, por más que deslizara su mirada por las líneas equidistantes que componen cada página, no leería.
Esta contra…